Llampo de sangre by Óscar Castro

Llampo de sangre by Óscar Castro

autor:Óscar Castro [Castro, Óscar]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1950-01-01T00:00:00+00:00


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9. ¡Eeee-pa… Que Fue!

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A Ricardo Robles la vida le había enseñado muchas cosas, pero le faltaba conocer el amor. Por eso, ahora, al borde ya de los treinta y cinco años, lo encontraba indefenso, como una fuerza ciega contra la cual no sabía cómo luchar. El minero había sido siempre dueño de sus sentimientos y de su voluntad. Acostumbrado a doblegar la vida, nunca comprendió antes que una mujer pudiera dominar de aquel modo los pensamientos y los actos. Elena vivía en su sangre y allí estaba tiránica y presente en cada minuto. Él quería sentirla rendida, mansa en una entrega humilde, y en lugar de ello tropezaba con su coquetería, con su desprecio hiriente, con sus juegos perversos que lo sumían en un desconcierto absurdo. Elena buscaba sus besos y luego se los negaba con fiereza; lo atraía y lo rechazaba al mismo tiempo; le sonreía y lo insultaba, sin darle nunca la seguridad que él anhelaba como limosna.

Cada vez que iba a verla —y ahora solo vivía pensando en esto— llevaba la esperanza de que por fin lograrían entenderse. Algunas veces ella lo acogía regalona como una gata, le daba nombres tiernos, se le ovillaba en los brazos; pero en seguida, porque sí, por un detalle tonto, lo hería con sarcasmos rabiosos, como si le mordiera el corazón. Él se volvía, entonces, a la mina con la pena y el furor revueltos en su alma en un amasijo desesperado.

—¡No voy a volver más, nunca más! —le gritaba, pateando los objetos del cuarto.

Y ella, desde la cama, las manos detrás de la nuca:

—¡A mí que me importa!

Pero volvía siempre, y cada vez iba acumulando mayor odio y mayor ternura, como si estos sentimientos se alimentaran uno del otro. En ocasiones, al pasarle la mano por el cuello, sentía una comezón en los dedos, porque la idea de estrangularla lo acometía como una obsesión. Pero en seguida, aquello se le volvía caricia ante la promesa de esos ojos que el deseo hacía suaves y profundos. Era después de la entrega que ella lo rechazaba, como una bestia deliciosamente satisfecha. Y él no quería comprender nada, porque era doloroso, y porque necesitaba engañarse.

Ahora era lunes, y el día anterior había tenido con ella una escena más tremenda que las ordinarias. Se había vuelto solo por el camino, sin esperar a sus compañeros, pues de quedarse junto a la mujer habría concluido por matarla. Hay momentos en que el hombre no encuentra más salida que la que puede abrirle un cuchillo.

En esto pensaba Ricardo, metido en el socavón de La Hilacha, mientras golpeaba la broca que las manos de Armando iban haciendo girar. La cuña de acero se hundía un poco más en la piedra después de cada martillazo, y el eco de los golpes era un quejido rítmico y cantante. Su compañero estaba de bruces, apoyado en los codos, y esperaba que el otro se detuviera, porque la broca empezaba ya a quemarle las manos;



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